Estado vacío, violencia social e identidades étnicas en el sur andino / Mario Meza Bazán


Los eventos de la última semana en Junín, Huancavelica y, especialmente en Puno, dejaron muchos destrozos y muertos que nos hicieron recordar recientes tragedias por motivos parecidos. Así, mientras los noticieros y los programas de análisis de la televisión seguían la noticia en su dimensión sensacionalista y corto placista de los hechos, sindicando la violencia dentro del desborde de demandas secularmente insatisfechas y a la conocida inacción del Estado, muchas interrogantes se cernían sobre lo que estaba sucediendo en el país.

La carta de la socióloga, empresaria y ex militante de Izquierda Unida en la región de Puno, Martha Giraldo, nos dio una luz panorámica de lo que vino sucediendo en esa región diez dias antes de la toma y destrucción de Juliaca http://blog.pucp.edu.pe/item/136710/http-lamula-pe-2011-06-26-puno-en-la-encrucijada-por-martha-giraldo-esteban2500. Entre líneas se puede leer en la misiva dirigida a su entorno amical, cuáles han sido los efectos de la exclusión y el olvido del país formal articulados en el largo plazo con la construcción  de identidades étnicas radicalizadas a través de la violencia, todo ello con el fomento de un racismo invertido hacia las elites dominantes que no es propio solo de la región Puno. El artículo de Ricardo Uceda, salido ahora en la revista Poder «Puno a prueba de fuego» http://www.poder360.com/article_detail.php?id_article=5701HYPERLINK «http://www.poder360.com/article_detail.php?id_article=5701&pag=1″&HYPERLINK «http://www.poder360.com/article_detail.php?id_article=5701&pag=1″pag=1 señala de una manera más ordenada y más detallada la secuencia de hechos cronológicos que se venían anunciando, en plena coyuntura electoral de marzo del 2011, y que llegó a amenazar incluso con la viabilidad del triunfo electoral del candidato Ollanta Humala. El artículo subraya sin embargo una antigua historia de oposiciones antimineras que databa desde el 2008 y que no se reduce a un enfrentamiento entre pueblo y autoridad sino que peor aún, muestra las fragmentaciones locales que llevan a una intensificación del conflicto entre la propia población. ¿Qué pasó entonces para llegar otra vez a un punto donde la historia cierra siempre un ciclo para abrir otro en algún otro punto del país sino en el mismo lugar de los hechos?

El asunto de fondo que envuelve el maremágnum de estas movilizaciones con una violencia incrementada no es difícil de identificar. Hay por lo menos tres pilares básicos de la movilización de la población protestante que termina finalmente en violencia y muertos, ellos son: la ausencia de un Estado que renunció hace tiempo a poner un orden en una región totalmente abandonada a su propia dinámica informal; la legitimación de la violencia como un modo normal de actuación para ventilar y resolver problemas locales; y, el fomento de discursos étnicos y raciales que activan y sostienen prolongadamente la razón de sus demandas no atendidas por el Estado y las autoridades más inmediatas al problema.

El abandono del Estado es un hecho secular. Desde fines de la colonia y a raíz de la declinante hegemonía de la minería de plata en la región, esta pasó a ser reemplazada por la actividad ganadera y las actividades subsidiarias de la agricultura de subsistencia de muy bajo valor, con una minería de pequeña escala. Las conexiones con Bolivia significaron sin embargo, desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX, un fuerte auge del comercio de lanas de alpaca y de importaciones manufactureras que llegaban de los puertos de Arica, Islay y Mollendo, a través de casas comerciales inglesas asociadas a elites comerciales arequipeñas, cusqueñas y puneñas. A mediados del siglo XX los nuevos migrantes mestizos de Juliaca ocuparon el lugar de los comerciantes foráneos, vinculando los productos de los propietarios de haciendas de pastoreo que se disputaban con las comunidades indígenas ganaderas una buena parte del comercio lanar en la región, cimentando un comercio sólido en la región a extramuros del Estado. En medio de las intensas competencias de sectores compartimentados de la economía el poder del misti o mestizo cholo que dominaba al indio, mediará como máximo referente de la autoridad local ante la injerencia de cualquier presencia externa pública o privada, estatal o no estatal, para seguir explotándolo o reivindicándolo ante el centralismo limeño o de las grandes ciudades como Arequipa y Cusco. El Estado en este contexto solo era una cáscara vacía llenada por un poder local cuya función de conectar al indio con el mundo, que se convertirá en la década de 1970 en campesino, en una tarea poco menos que fracasada.

Paradójicamente la reforma agraria del Estado velasquista no llegará efectivamente allí para el campesinado sino hasta la década de 1980, con el partido aprista en el poder estatal, la Izquierda Unida en el gobierno regional y Sendero Luminoso disputándole a ambos todo el poder. La presencia de las ONG de desarrollo vinculado al desarrollo local y a la Iglesia Católica más el escaso protagonismo del MRTA en zonas mineras donde Sendero no llegó, empujarán la lógica de la crisis económica y la guerra interna contra el Estado en todo el departamento. En este escenario el hundimiento de la posibilidad de construcción de una sociedad rural comprometida con el estado de derecho y de la ciudadanía se consolidó finalmente con la década fujimorista. Será precisamente en la década de 1990 cuando el Estado central se hará presente por primera vez usando el clientelaje masivo para repartir recursos y bienes a una población rural excluida secularmente. Las reglas de la reciprocidad y la dádiva presidirán las mediaciones del poder con electores que votaran con el pragmatismo lógico y agradecido de la sobrevivencia. La activa presencia personalizada del poder prolongará el abandono de la población a favor de sectores altamente ilegales del contrabando, los cultivos ilícitos de coca, de producción de cocaína y una minería crecientemente informal y violadora de derechos humanos, laborales y ecológicos.              

La violencia se convertirá en este escenario fragmentado por el abandono y la ilegalidad en un elemento dominante de la población para la interrelación entre comunidades campesinas, poblaciones urbanas, la autoridad provincial y regional. El propio Estado empleará grandes dosis de violencia para reprimir indígenas insurrectos contra mestizos y blancos. La violencia política será sin embargo el elemento más destacable en los años de convivencia con el Estado. Desde la rebelión de los comuneros indígenas de Huancané liderados por el liberal y primer luchador indigenista Juan Bustamante entre 1867 y 1868, de Teódomiro Gutiérrez Cuevas influido más por las doctrinas sociales de la iglesia metodista que por supuestos anarquistas, este último lideró entre 1914 y 1915 una rebelión indígena contra los gamonales y hacendados de Huancané y Azángaro. El supuesto pedido de un retorno al país de los incas pintará sin embargo un horizonte ideal de mundo feliz que difícilmente los indígenas podrán aspirar sin la aceptación previa de que las rebeliones antigamonales, presentes en toda la década de 1910 y 1920, serán necesarias como arma de lucha. Las décadas siguientes serán sin embargo de una creciente transformación de los escenarios locales condicionados más por el crecimiento demográfico y los desastres naturales que por una guerra de castas. Estos eventos  incidirá en el desplazamiento del campo a las ciudades más pujantes como Puno y Juliaca. Las regiones más al sur identificados como aimaras tales como Chucuito, Collao y Yunguyo conservaran sin embargo sus lazos comunales frente a la reforma agraria creando solidaridades más estables que las del norte en Azángaro, Melgar y Huancané, zonas netamente quechuas y de mayor movilización campesina en el siglo XIX y XX. Cabe destacar en este sentido que las regiones aimaras tuvieron un papel relevante en las rebeliones de Túpac Amaru II y de Túpac Katari en el siglo XVIII. Durante la guerra contra Sendero ambas regiones, quechua y aimaras, serán las más duramente golpeadas por Sendero, destacándose a pesar de ello por ser bases de férreas resistencias organizadas frente al terrorismo senderista que no dudaba liquidar líderes campesinos opositores a su proyecto. La derrota de Sendero y la debacle del régimen aprista y la Izquierda Unida bajo la descomunal inflación y crisis del Estado populista que apoyaba la redistribución de la tierra y el subsidio agrario (el trapecio andino), descolocaron nuevamente a la región frente a la fugaz oportunidad de ser incorporada en términos de clase a la economía peruana. Su respuesta para la subsistencia con la venia del Estado fujimorista fue el refugio en las actividades ilícitas del contrabando, la minería informal y la producción de cocales y cocaína. 

El fomento de los discursos étnicos locales se convertirá en los últimos diez años en el soporte de la prolongación de actitudes contestarias contra el Estado vacío, que para mayor exceso, abandonó en la década de la democracia aprisionada por los grandes intereses empresariales, especialmente de orden extractivista, a sectores de la población que estaban hacía mucho tiempo desprotegidos. En este escenario la reaparición del Estado impulsor de inversiones en regiones que promoverían supuestamente el desarrollo, actuó otra vez en contra de la inclusión. La promoción para la introducción de nuevas empresas como de la minera Santa Ana,  según se desprende del relato de Uceda, contó solo con el visto bueno de la principal población donde desarrollaría sus actividades de exploración y explotación: Huacullani sin tomar muy en cuenta las fracturas territoriales y los enfrentamientos locales por dirimir a quiénes pertenecían realmente las zonas donde operaría la minera. Dejar la tarea del desarrollo local a la resolución de la empresa para explotar sobre territorios minados por una alta conflictividad era una irresponsabilidad del gobierno central, pero proyectar a partir de ello que la empresa privada produciría una mayor inclusión en la región, no hacía más que confirmar los prejuicios de una clase gobernante que reproducía los viejos escenarios de abandono descritos arriba. Allí donde el Estado no intervenía lo hacían en su lugar los hacendados ganaderos, los mistis de las ciudades o los partidos políticos legales y armados, que sectorizaban a su conveniencia a la población en parcelas propias de su poder, dividiéndola y enfrentándola entre sí, para tener un mejor control de sus dominios. El dejar a la empresa privada encargarse de esa misma responsabilidad es en realidad el colorario de una filosofía de gobierno ensayado desde hacía mucho tiempo.

La Unión de Comunidades Aymaras

Estas experiencias históricas son las que más han pesado en los eventos de la semana pasada en Puno, para que una vez más la propia población viera como la inserción discriminatoria y jerarquizadora de los beneficios, producida tanto por la inversión privada formal según hemos visto entre las poblaciones aimaras, como de las mineras informales en las zonas quechuas que crean más desigualdad y sobre explotación de los recursos humanos y naturales, reaccionaran frente a un Estado y a sus autoridades regionales, enarbolando sus propios discursos etnicistas y de confrontación violenta. El resultado lógico de ir contra aquellos a quienes han considerado desde siempre responsables de sus infortunios, parece ser la nota dominante con sus muertos y heridos más la destrucción de la propiedad pública y privada. Esto no es más que una de esas historias que se han repetido una y otra vez en esta misma región, como la del asesinato del alcalde de Ilave; o en otras regiones como las masacres en Bagua, las recientes movilizaciones contra la inversión privada y las malas decisiones tomadas por el gobierno alanista con respecto a nuevas universidades. Ellas remarcan solo los puntos sobre las íes de las cosas mal hechas. Cabe resaltar en este sentido, que un discurso étnico nacional, regional o provincial al igual que un discurso político nacional o de identificación con el terruño, la patria, la religión, la cultura, la raza o la lengua no debe necesariamente crear escenarios de conflicto y menos aún pedir sangre de mártires para regar el árbol de la justicia. Por el contrario, los discursos étnicos de la identidad al igual que cualquier discurso debe ser capaz de crear distinciones para establecer mejores tratos, objetivos y reivindicaciones de poblaciones que reclaman por derechos que le han sido negados desde siempre.  En este sentido, el nuevo régimen debe alterar la lógica de la relación con la población y matar de una buena vez el legado del perro del hortelano que ha presidido al agónico régimen aprista.

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