Un quintal a cuestas. Hacer el mercado desde un pueblo en los Andes


En los años sesenta, según recuerda mi mamá, mi abuelito Alfonso solía viajar cada dos meses a Lima para hacer las compras de los víveres, telas, hilos, botones, cueros y, entre otras cosas, de las pilas y velas para la casa. Caminaba una hora desde San Buenaventura hasta un lugar llamado Puente Verde, ubicado a las afueras del pueblo, y ahí, al pie de la carretera y del río Chillón, esperaba a algún autobus o camión minero. Seguramente, después de unas dos horas de viaje llegaba a alguna agencia de las que existían frente a la Universidad de Ingeniería (UNI) en la avenida Túpac Amaru o adonde lo dejaran. Probablemente, luego tomaría un onmibus hasta el mercado Limoncillo, en el distrito del Rímac, donde hacía sus compras y, al final del día, con su quintal a cuestas, emprendía su retorno a San Buenaventura.

Mi abuelito estaba por entonces en sus sesentas y las fuerzas aún no le habían abandonado. Mi madre lo recuerda verlo regresar cargando su quintal sobre los hombros, con el rostro sudado, y en ese instante todo era felicidad para esa niña de cinco años.

Mercado Limoncillo, 1958. Fotografía de La Lima de mis abuelos.
Colección Jorge Ben Avid Aramburu

Debieron ser considerables las dificultades que los hogares rurales tuvieron que sortear para adquirir productos básicos de la canasta familiar y demás bienes ante la ausencia de oferta y la estrechez del mercado, más aún en un lugar cuya principal infraestructura era un antiguo camino de trocha y adonde la modernización energética aún estaba en ciernes.

Pese a ello, mi abuelito aprendió a realizar estas compras en la ciudad. Aprendió a comprar las telas que luego mandaría a la costurera del pueblo para hacer los trajes, aprendió a comprar cuero para hacer los zapatos, y aprendió a comprar los alimentos menos perecederos, como los fideos, el arroz, el azúcar, el café y los atunes para la despensa de la casa.

Ahora que pienso en todas las cosas que cargaba sobre sus hombros desde la carretera hasta el pueblo creo que debió ser un alivio no tener que comprar carbón de palo. Haber aprovechado el molle (Schinus molle) poniéndolo a arder con la “moñiga» y demás leña en el fogón para obtener el carbón para la plancha debió ser una bendición.

De izquierda a derecha: Cipriano Chamorro Zevallos, Alfonso Chamorro Peña y Manuela Chamorro Zevallos, Lima, 1970

El papá Alfonso dejó de hacerse cargo de estas compras a inicios de los años setenta. Para entonces, la Má María y mi mamá empezaron a realizarlas. La última vez que estuvo en Lima lo hizo para internarse en una clínica. Estaba muy enfermo en realidad y, aunque había decidido regresar a morir al pueblo, el dolor lo hizo volver a la ciudad. Mi mamá dice que tuvieron que vender el toro fino para costear los gastos médicos. Papá Alfonso resistió hasta la madrugada del martes 18 de octubre de 1977. Había cultivado la tierra y cosido sus zapatos, había dormido en su chacra y sentido el olor a tierra húmeda, también había sido temido y amado. 45 años después a mi madre aún le brillan los ojos cuando recuerda a su papá llegando al pueblo con su quintal a cuestas.

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